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La Sombra Eterna de Chacarita



Desde mi terraza, el Cementerio de la Chacarita se erigía como un silencioso testigo de la historia. Sus imponentes mausoleos y sus cipreses centenarios creaban un paisaje único, una especie de frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Crecí con la certeza de que este lugar era parte integral de mi vida, un escenario que marcaba el ritmo de mis días y el transcurrir de las estaciones.

A diferencia de otros niños, nunca sentí miedo del cementerio. Al contrario, lo veía como un lugar de paz y reflexión. Me acostumbré a la presencia constante de la muerte, simbolizada por el paso de los coches fúnebres frente a mi casa y el aroma del crematorio. Cada lápida era una historia sin contar, un enigma que me fascinaba. Me preguntaba quiénes eran esas personas, qué habían hecho en vida y qué sentimientos habían experimentado.

Con el paso de los años, mi relación con Chacarita cambió. De la fascinación infantil pasé a una profunda admiración por la arquitectura de sus mausoleos y por la diversidad estilística que allí se encontraba. Me interesaba conocer las historias de las familias que habían construido esos monumentos, las razones que los habían llevado a elegir ese lugar como su último descanso. La ornamentación de cada tumba, la simbología empleada y la elección de materiales me permitían imaginar la vida y la personalidad de quienes allí yacían.

Vivir cerca de un cementerio me ha enseñado a aceptar la muerte como una parte natural del ciclo de la vida. Me ha hecho valorar cada momento y a apreciar la belleza de la existencia. Y me ha demostrado que la muerte no es el final, sino una transición, una nueva etapa en un viaje infinito.

Chacarita es más que un cementerio, es una parte de mí misma, una pieza fundamental de mi identidad. Sus sombras han moldeado mi alma, y sus silencios han enriquecido mi espíritu.

 

Babs


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